Los humanes son animales omnívoros que fundan su alimentación en el imaginario.
Este es el principio sobre el que basaré mi discurso. Pero, para comprender este axioma,
conviene esclarecer la relación entre naturaleza y cultura, pues estas dos fuerzas constituyen el intríngulis de la cuestión.
Se suele dar a naturaleza dos sentidos: el uno, más general, como conjunto de todo
lo existente exceptuado lo que los humanos crean algo que les precede, les engloba y les
sobrevive (la Naturaleza) y, el otro, como esencia propia a cada individuo (naturaleza
de un ser). Comúnmente, se entiende por Naturaleza lo opuesto a Cultura, que la primera
hace referencia a lo germinal, a lo innato o a lo que la humanidad no ha generado –el ámbito
de lo primordial–, mientras que la segunda es construcción de las sociedades humanas y,
en todo caso, que una y otra son antinomias estáticas. Nada más lejano de la realidad. Sin
contar que ambas están en constante mutación, es necesario tener en cuenta que no se puede hablar de sociedad humana al estado natural, como tampoco de humanos desgajados de su naturaleza.
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